Un viaje largamente anhelado, que asumí que sería doloroso -como las visitas al memorial del Estadio Nacional- y resultó ser inesperadamente reconfortante y emotivo.
Al cumplirse 50 años de la apertura del campo de prisioneros de Chacabuco en que estuvo mi viejo, nos sumamos junto a mi compañero a la comitiva de más de 45 chacabucanos acompañados de unos 100 familiares, todo organizado por la Corporación Memoria Campo de Prisioneros Políticos Chacabuco.
El sábado 11 de noviembre pude por fin conocer lo que queda de la oficina salitrera y del campo de prisioneros, ubicado en pleno desierto a 100 kms al noreste de Antofagasta, muy cerca de la bifurcación a Calama. Ahí me reencontré con el vecino que cayó junto a mi padre.
Tuve espacio para sentir el silencio, el calor, el viento de la pampa, la sequedad del desierto grande… pensando todo el tiempo en que ellos llegaron escasos de ropa, de comida, de protección, pensando muchísimo en mi padre, y sintiéndolo a mi lado. Ellos llegaron a construcciones de adobe sin puertas ni ventanas, en las que el calor arrecia en el día y el frío arrasa en la noche… A un lugar con cerca de alambre de púas y torres de vigilancia… Y ‘milicos’ y maltrato y tortura… aunque el maltrato fue menos que en el Estadio Nacional.
Durante tres días escuchamos cientos de relatos, recuerdos, historias de resiliencia, supervivencia, compañerismo, creatividad, sentido del humor, y también memorias de dolor… Los prisioneros se organizaron durante su detención, crearon un consejo de ancianos, un policlínico, oficina de correos, hicieron una vacunación masiva, se ocuparon de los deprimidos, de la angustia previa a Navidad; dictaron clases de distintos ramos, crearon una pulpería, hicieron teatro, música, escribieron, cantaron, resistieron, sobrevivieron… se organizaron en una república socialista al interior del campo, y hasta tuvieron talleres del Inacap de diversas técnicas. Mi padre tomó el de forja y nos habló mucho de esto en sus cartas.
Con la ayuda de mi memoria y de varios compañeros que recordaban a mi viejo, ubicamos la casa que habitó, rescatamos muchos retazos de su paso por ahí.
Pabellón 23, casa 108… De todas las casas visitadas, la única con pintura distinta, la única con una libélula dentro, la única en que las fotos interiores tienen una luz azulina y brillos de lente. Y sabemos que andabas ahí, con nosotros, llevándonos de la mano en ese lugar donde la pérdida de libertad fue un poco menos dura que en el estadio nacional.
Mi viejo, ‘Guajardo, el de la esquina’… nos topamos con varios ex presos que lo recordaban… y me vine con el regalo de haber encontrado por fin un par de imágenes de él en sus ‘vacaciones’ y de una de sus creaciones en fierro.
Siempre creí que no había imágenes del interior del campo y de los prisioneros, así que nunca busqué… con los años y la internet me topé con un documental y fotografías de un equipo alemán, pero nunca las revisé, pues la fecha publicada de la visita al campo era 15 días después que mi viejo salió libre. Pero… el documental y fotografías eran de un mes antes, y el autor es el español Miguel Herberg, quien fue a Chacabuco en esta ocasión y fue reconocido por muchos de los presentes. Entre todo este material encontré las dos imágenes de mi padre… en una está en el taller de forja, tiene una chupalla que tapa su cara (tenían miedo y desconfianza de todo), pero son sus hombros, sus brazos, sus manos, sus venas, sus gestos, sus ‘manitos de tata’, como dijo su nieto mayor. En la otra, se ve su frente, su pelo negro crespo, sus entradas y sus cejas… es una escena de la película. Y también al pasar se ve el crucifijo que hizo al capellán, con restos de la salitrera: hebillas iguales a las de un candelabro que hizo para nuestra casa, y que envió a través de unas monjas para la navidad del 73.
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Nos vinimos a casa tras un viaje profundamente removedor y reconfortante del que estamos muy agradecidos. Cargados de abrazos, emociones, vivencias… y empapados del lema de los chacabucanos: Cuando sobrevivir fue una victoria.
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