Publicado en el mes de Enero de 1999 en El Ático
Al sur, siempre al sur, por la panamericana. Hasta topar con Puerto Montt, y de ahí virar hacia el oeste, hasta casi caerse al mar. Entonces hay que subirse a un transbordador, y media hora después desembarcar en la Isla Grande de Chiloé.
Entonces, tras una media hora de camino se llega a Ancud, la ciudad más influenciada por el continente. Otra hora y media de viaje y se llega a Castro, una de las tres ciudades más antiguas de Chile; para ser exactos, fue fundada en 1567, por si no lo sabían.
El aire del canal de Chacao prepara el alma del visitante para introducirse en un mundo distinto. la limpia de prejuicios, le saca las ideas preconcebidas. aquellos que son duros de alma tienen que resignarse a una travesía bien zarandeada, pues al viento le cuesta más trabajo sacar las impurezas. hay que llegar con el alma limpia a la isla. aunque se viaje entre autos y camiones y buses y camionetas.
Al pisar suelo chilote se siente el cambio de paisaje: lomajes suaves, casas de tejuelas de alerce y ciprés en todas partes; el habla con un canto distinto al del nortino (cualquiera que viva de Puerto Montt al norte); el verde que no se cansa de habitar la isla. Claro que aquellos que la visitaron hace años me cuentan que antes era de un matiz distinto: más oscuro, verde de bosques, no de pastizales como es ahora. a cada vuelta del camino se espera encontrar al trauco o la pincoya. Tal vez un brujo.
A medida que uno se adentra en la isla los letreros camineros van soltando al viento nombres mágicos: Tenaún, Quemchi, Mocopulli, Quicaví, Rilán, Dalcahue. hasta llegar a Castro, la antigua capital de la provincia española. Si el arribo al archipiélago es en la tercera semana de febrero, entonces se podrá disfrutar del Festival Costumbrista de Castro, se podrá ver los bailes chilotes en las calles, la música alegrando cada rincón: valses y cuecas chilotas, corridos.
Una de las veces que visité la isla fue en esa fecha: la gente pulula por las calles, turistas de todas partes; los alojamientos no dan abasto; las casas de familia que prestan sus camas a los afuerinos están repletas. la plaza está llena de puestos de artesanía, chilota en su mayoría. El resto es de cualquier parte, Guatemala y Perú inclusive. Algún grupo musical viste más de fiesta la noche, mientras unos tocan y cantan, otros bailan; invitan a los espectadores a sacudir los huesos con un corrido, mientras uno de los músicos pasa con un sombrero recogiendo monedas y ojalá billetes en pago de su función. No crean que era un grupo cualquiera, era uno bien conocido en Santiago. Pero es época de fiesta aquí en Castro, así que el espectáculo está en las calles, hasta que abran el parque municipal durante el fin de semana. entonces la algarabía se traslada a la parte alta de la ciudad: en kioscos hechos de tejuelas se instalan los especialistas en cocina chilota, y ofrecen a quien tenga apetito suficiente la carne de chancho cocinada de 101 formas distintas; la papa disfrazada y engalanada en otras titantas maneras: chochoca, milcao, chapalele y ya no recuerdo qué más. La manzana no se queda atrás en preparaciones: la chicha dulce y fresca, la mella. En cada kiosco se puede observar la preparación de los platos típicos de la zona, todo animado por la música lanzada al aire por unos cuantos grupos musicales que además muestran en un escenario los bailes, aquellos bien conocidos y otros no tanto. Hay venta de artesanía, cestería, tejidos. de contrabando artesanía de otros países, igual que en la plaza.
Castro es una de las ciudades donde hay palafitos, la imagen más reconocida de Chiloé: coloridas casas de tejuelas, encaramadas en frágiles postes de madera, construidas a la orilla del Fiordo de Castro y del Río Gamboa. Durante la marea alta parecen flotar en las aguas calmas. con marea baja se ven los maderos carcomidos por el baño incesante del agua. Pocos saben cuál es el origen de estas construcciones: en la isla, quien no tiene tierras es realmente pobre, y los derechos de construcción sobre el agua son mucho más baratos que en tierra; por tanto, quienes viven en palafitos son aquellos con los bolsillos más flacos. con marea baja se puede ver la realidad de la vida allí: los deshechos del diario vivir caen directo al agua. La marea baja deja al aire la basura y los malos olores. Eso es algo que no sale en las postales.
Esta ciudad ha sido reconstruida una y otra vez, tras cada incendio, terremoto o inundación. O alguna invasión de piratas. La gente aquí es cálida, amable; por unos pocos billetes verdes (de los chilenos) ofrece sus casas a los turistas, aparte de exquisitos desayunos al lado de una cocina a leña, donde también se seca la ropa mojada por la lluvia, porque aquí en Chiloé siempre llueve.
Dejando la antigua capital de la isla, se puede ir por cualquier camino a algún rincón mágico, sobre todo si uno quiere encontrarse frente a frente con uno de esos seres que pueblan la isla: brujos, el trauco, la Pincoya, el Ivunche. Hay pueblos en los que todavía se sale a cazar brujos, se entierran cuchillos en los patios, para proteger a la gente. Se teme a aquellos que escarban en la basura: fijo que es un brujo que anda buscando algo con que hacer un daño. El que es valiente puede ir a Quicaví, donde cuentan que está la cueva donde se juntaban a hacer de las suyas.
Un día domingo, temprano por la mañana, el mejor paseo es ir a Dalcahue (lugar de dalcas en mapuche): es el lugar de encuentro de artesanos, y comerciantes varios. Antiguamente los lugareños llegaban al alba en sus botes, a intercambiar productos mediante el trueque: carne salada por harina; chanchos por tejidos; manzanas por canastos. Hoy todo se vende en pesos. Aquí en la feria dominical es donde se encuentra a los artesanos más típicos y tradicionales de la zona: las tejenderas de alfombras, chalecos y «frezadas», de calcetines y gorros; los tejedores de canastos de quilineja, ñocha, quiscal y boqui; también están las cocinerías, donde se puede paladear un exquisito curanto al hoyo (acompañado del infaltable tecito frío), o empanadas de mariscos, milcaos, chapaleles, mella. Hasta hace unos años, las cocinerías eran simples mesones, con tiendas de plástico encima, para la lluvia. Hoy están bajo techo, todo más ordenado, más limpio. Y tal vez menos autóctono.
De Dalcahue el paso obligado es a la isla de Quinchao, donde están Curaco de Vélez, el pueblo donde se pueden ver muchas variedades de tejuelas; más adentro está Achao, dónde se yergue orgullosa la iglesia más antigua del archipiélago, construida sin un solo clavo, sólo tarugos sujetan sus maderos. Bueno, las iglesias de Chiloé son un tema aparte: la mayoría de ellas fueron construidas durante las misiones jesuitas, en el siglo XVIII, o en las misiones franciscanas del siglo XIX. Todo con maderas nativas, con un estilo característico. Hay alrededor de 150, repartidas por las islas, una decena de ellas son monumentos nacionales. Son de las pocas iglesias de madera con dos siglos de antigüedad que aún se conservan en todo el mundo. Todo un milagro si se piensa en la incansable lluvia que ha empapado sus tejuelas centenarias.
Siguiendo hacia el sur, se puede llegar a Chonchi, «la ciudad de los 3 pisos», nombre que se ha ganado por su arquitectura y sus casas construidas en desnivel. Caminando por sus calles empinadas se encuentran letreros, letreritos y letrerones que invitan a probar las dulces roscas chonchinas y las mistelas: el licor de oro, el guindao, el rompon. todos licores destilados artesanalmente por mujeres que guardan el secreto en el seno de sus familias, generación tras generación. Son tan amables esta señoras que lo más probable es que tras varias pruebas uno quede con las piernas un tanto flojas, cosa peligrosa en las calles chonchinas.
De aquí hacia el borde sur de la isla está Quellón, ciudad de la que no me atrevo a escribir palabra alguna porque aún no he podido llegar hasta ella. En cambio he enfilado varias veces hacia el Océano Pacífico, pasando por Huillinco (agua de nutrias), el poblado y el lago; éste último es el que da origen al lago Cucao. Aquí está Parque Nacional de Cucao, extraño y bello lugar en el que se puede caminar dentro de un bosque húmedo y tibio, entre medio de tepúes, enredaderas como el coicopihue, chilcos. En el poblado del mismo nombre vive don Matías, quién se dedica hace años a hacer rabeles con maderas de la zona. Cucao significa lugar de chucaos, aquel pajarito que cuando canta al lado izquierdo del amable oyente, más de alguna mala suerte trae (dicen que mínimo se vela el rollo de la cámara fotográfica); si canta al lado derecho, ¡entonces no hay problema!
Chiloé. se me enredan los recuerdos, los nombres, la lluvia siempre presente. Un curanto, de esos que tapan con hojas de nalca, que gocé hasta quedar con el alma salada; un baile en la plaza de Castro una noche de febrero; dulces hechos con manzana; la chicha que engaña al equilibrio y las piernas; el licor de oro. al que quiera visitar el archipiélago, que se compre un gorrito de esos de lana, el típico, y que se arme de valor para que la lluvia no le moje las ganas de conocer un lugar mágico. Y de repente en alguna noche en una playa hasta puede ver a la Pincoya bailando. O quizás le asuste el Caleuche.