Publicado en el mes de Mayo de 1999 en El Ático
Hay que recorrer 450 kms de Santiago al norte, de ahí unos 60 kms hacia la cordillera, entonces uno se topa con Vicuña, la entrada al Valle del Elqui. El tan mentado, el de cielos de azules imposibles.
Varias veces ya he vagado por los rincones del valle. La primera vez fue hace unos 10 años, entonces recién habían pavimentado el camino a Vicuña y hacia arriba era un festival de polvo, tierra y calamina que destruían cualquier auto.
Vicuña es una pequeña ciudad que floreció por los «primores», las frutas que maduraban primero en el valle, por lo benigno de su clima. Hace un siglo atrás era un poblado en el que se instalaron unas cuantas familias acomodadas, quienes llegaron con muebles de estilo, alfombras belgas, y trajes de esos bien elegantosos. Hay muchas casas antiguas, con corredores y varios patios; muchos de los actuales dueños luchan hoy por restaurarlas y devolverles el antiguo esplendor: botan estucos indeseables del adobe, raspan maderas, puertas y ventanas para rescatar las vetas doradas del pino oregón; abren sus puertas a visitantes para que conozcan de la historia del lugar.
Vicuña está profundamente ligada a la figura de doña Gabriela Mistral; su rostro descansa apacible en la pileta de la Plaza de Armas; el museo, al final de la calle que lleva su nombre, guarda reliquias como su tintero, su escritorio, cartas, ediciones de libros, fotografías. A un costado del museo está la casa en que nació la poetisa (valga la aclaración que por ensanchar la calle demolieron la original y construyeron una réplica exacta unos metros más adentro), en ella están las camas, una máquina de coser, una pila de piedra, de esas que filtran el agua y le dan un sabor claro y traslúcido. Muebles y artilugios que vieron nacer a esta mujer triste y de figura solemne.
Doña Gabriela. Nunca leí sus poemas, excepto los que te imponen en le colegio; eso hasta unos años, cuando mi madre me dio a leer su prosa sobre la maternidad. Entonces me asaltó la certeza de que esta mujer de rostro duro debe haber llevado un niño en su seno. Quien no haya llevado un hijo en el vientre no puede escribir semejantes palabras.
«Ahora sé para que he recibido veinte veranos la luz sobre mí y me ha sido dado cortar las flores de los campos. Como el racimo azulado me traspasó la luz para la dulzura que entregaría. Este que en el fondo de mí está haciéndose gota a gota de mis venas.»
¡Entonces Yin-Yin era suyo. Era hijo de sus entrañas!
Doña Gabriela nació como Lucila en 1889, en Vicuña; pasó su niñez en el pueblito de Montegrande, unos 40 kms valle arriba, después de Paihuano, por el Río Claro; allí la hermana era profesosa y jefa de correo; en la pequeña escuelita que aún se conserva la poetisa recibió su primera instrucción. Allí están aún los pupitres; los tinteros de loza estaban hace unos años, hoy los esconden de turistas codiciosos. Porque esta escuelita es un museo abierto, donde se muestra a los testigos de la infancia de la poetisa; de su niñez en estos parajes agrestes, con piedras y un cielo límpido y calmo. Ese cielo que amó tanto que pidió que la dejaran descansar en paz en este rincón del valle.
Unos metros más arriba está su sepultura: un nicho helado como en el que descansa su amor de juventud. Pero doña Gabriela pidió que la acostaran mirando hacia su valle amado, para gozar eternamente de esa vista prodigiosa del rincón en que se funden las faldas de los cerros, por donde se encaraman ansiosas las viñas, quitándole centímetros a la sequedad de los cerros de la IV Región. Me preguntó quién habrá permitido la instalación de una planta pisquera justo a los pies de doña Gabriela. Quién habrá autorizado que le perturben el sueño con los vapores y caldos de la elaboración de licores.
Más arriba de Montegrande está Pisco Elqui, un poblado con casas como de duendes, donde en primavera se aparecen viejecillas de siglos anteriores; hermosas ellas entre flores de la pluma que florecen exuberantes y perfumadas, enredándose en corredores y portones añejos. Como buenos duendes se esconden apenas ven la cámara fotográfica. Nunca he podido retratar a un duendecillo del valle.
Si se sigue cerro arriba hay más localidades, donde se han asentado cientos de santiaguinos que van en busca del lugar que se dice con mejores vibras de Chile, y tal vez del mundo. A medida que uno se adentra en los cerros aparecen letreros de lecturas de tarot, de astrólogos, hechiceros de todo tipo, nuevos brujos. Te ofrecen esencias, aromas, hierbas, sanaciones, joyas, amuletos, talismanes, un fin de semana en un rincón con cabañas donde se puede curar el alma herida por un módico precio. Aparecen guías espirituales hasta debajo de las piedras.
Hace una década fue el auge de las migraciones a este valle que se decía era el nuevo Tibet; miles de personas dejaron negocios, familias y amistades para irse tras algún guía espiritual que años después resultaría en un fraude, como tantos otros. Miles de personas que se fueron tras el sueño de hacer contacto con los hermanos de mundos lejanos. Miles de personas que se iban a meditar a los cerros oscuros y pedregosos que rodean Vicuña; coleccionaban fotos y documentos que probaban la existencia innegable de seres de otros planetas que se dignaban visitar el nuestro. Fotos con fallas de revelado, con formaciones de nubes, con brillos de lentes.
Una noche fui a una vigilia junto con una de las tantas comunidades de hace 10 años. Pasé horas tapada con una frazada, echada sobre mis espaldas en la ladera de un cerro. Nada vi que no hubiese visto antes: estrellas que conozco desde hace años;, el titilar de estrellas que se convierte en movimiento por el cansancio de la vista, efectos ópticos producto de la persistencia de la imagen en la retina. Ttambién vi una sesión de una supuesta médium que no pasaba de ser una excelente observadora del género humano. Había un «guía espiritual» argentino que tenía las tejas un tanto corridas: aseguraba que dos años después el Océano Pacífico iba a subir hasta la altura de Rivadavia, y que morirían todos los que no le creyeran. Pues que yo sepa el mar todavía no entra 60 kms hacia el valle.
Por estos días hay menos comunidades que hace una década, la gente es más centrada y curiosamente hay mucho más comercio, todo orientado hacia el llamado aspecto espiritual de nuestras vidas. El camino hoy es pavimentado hasta bien arriba, hasta Pisco Elqui, en mi último viaje.
Hay un rincón del Valle del que nadie habla, hacia el lado del Río Turbio, camino a la frontera y la minera del Indio existen varios poblados, más secos, menos bullantes, sin comunidades «espirituales» de por medio. Donde se puede ver a los pastores bajando las cabras en el mes de abril. Por ahí entre medio está Chapilca, un pueblito donde hay mujeres que tejen a la antigua, en telares rústicos, y tiñen en ollas negras de tanta leña que les calienta el vientre. También aquí las viñas se encaraman cerro arriba, metiendo lenguas de verde bullicioso entre los colores de oro de los cerros.
Hoy el Valle de Elqui es una extraña mezcla de pisqueras, pisqueras y más pisqueras, miles de hectáreas de viñas, miles de locales que ofrecen ayuda para restablecer de alguna manera el equilibrio del alma de los citadinos, un cielo maravilloso, que regala atardeceres mágicos en los cerros, un tierral que va disminuyendo con el avance del pavimento; cientos de recordatorios de doña Gabriela, con su rostro asaltando al visitante en los rincones más extraños.
Si se visita el valle en primavera, los colores de las flores lo asaltan a uno desde los cerros; si es invierno, capaz que en Paihuano le caiga un metro de nieve a uno sobre la cabeza; si es verano, los cielos azules furiosos y el calor atosigan. Pero en cualquier época del año se puede disfrutar de cerros de colores pintados con acuarela y de una noche inolvidable. En cualquier rincón del valle, lejos de las luces de pueblos y vehículos. Entonces hay que abrir bien los ojos y mirar al cielo y estirar los brazos, pues las estrellas están al alcance de la mano. No es de extrañar que tantos vayan a ese rincón en busca de contacto con seres de otros mundos, porque aquí están más cerca.
Cuando bajes del valle pasa a El Molle y compra un pote de manjar casero, de ese con lúcuma, y una docena o más de dulces chilenos, para que te quede en la boca el sabor dulce de una visita al Valle de doña Gabriela.