Publicado en el mes de Marzo de 1999 en El Ático
«Por mi parte, soy o creo ser duro de nariz, mínimo de ojos, escaso de pelos en la cabeza, creciente de abdomen, largo de piernas, ancho de suelas, amarillo de tez, generoso de amores, imposible de cálculos, confuso de palabras, tierno de manos, lento de andar, inoxidable de corazón, aficionado a las estrellas, mareas, admirador de escarabajos, caminante de arenas…»
Autodefinición de Neruda
Hace unos meses puse por primera vez un pie en una de las casas de Pablo Neruda; aquella tantas veces observada desde los roqueríos de Isla Negra.
Neruda adquirió esta casa en 1939; Delia del Carril se encargó de convencer a un ex capitán de navío español que se las vendiera. Era muy chiquita, apenas dos dormitorios, un baño y un comedor. El poeta la encontró cuando buscaba algún lugar de trabajo donde pudiera instalarse a escribir el Canto General; fue pagada directamente al propietario por los editores que creyeron en el proyecto del libro. De a poco, con la ayuda de maestros que se convirtieron en amigos, la fue transformando en un castillo, o más bien en una especie de barco en tierra: con escalas angostas y puertas que no llegan hasta el suelo.
Pasaron muchos años desde la muerte del poeta, hasta que se pudieron abrir las puertas de sus casas a los visitantes. Hoy son museos abiertos al público, con todo lo que eso significa: guías, prohibición de tomar fotos, cafetería y tiendas anexas a la casa.
En Isla Negra se trató de conservar la casa tal como él la dejó, tal como la mantuvo doña Matilde en sus años de viudez; se compró la casa de al lado para la parte administrativa, cafetería, tienda de recuerdos y artesanías varias. Nada de esto sabía yo, pues hacía unos cuantos años que no andaba por esos lares.
Las visitas se hacen por grupos ordenados, tras la debida compra de la entrada, y la espera obligada, ya que no entran más de dos grupos de siete personas a la vez, y siempre guiados. Mientras se aguarda a que la guía haga el llamado correspondiente, se puede elegir entre comer, o comprar postales, libros, cuadros, o lo que sea, todo relacionado con el poeta. A pesar de que fui en temporada baja había mucha gente, más de la que se podría esperar en un sitio alejado de Santiago y en día de semana.
Pero hablemos de la casa. Cuando por fin me toca el turno parto feliz, cámara en mano, aunque sin flash, pues su luz daña los objetos expuestos. La entrada es como una compuerta de barco. Pienso: ¡por fin puedo poner un pie aquí!. A la derecha está la sala con los mascarones de proa. Hay tantos, entre vigas de madera y murallas de piedra, que da la impresión de estar en una caverna. Disparo mi cámara, no se pueden tomar fotos, lo dicen en todas partes, pero no vi nada. Volada yo, pues de tanto trabajar con museos debiera tener claro que en ninguno se puede tomar fotos, aún sin flash.
Sigo la visita medio tristona. Pasamos al comedor, hay botellones de colores fulgurantes en un ventanal; no recuerdo si era aquí o en otra habitación donde están los nombres de sus amigos muertos tallados en las vigas de madera: García Lorca, Paul Eluard, Joaquín Cifuentes. Es una casa llena de recovecos, rincones, a don Pablo no le gustaban las salas rectas, contaba Rafita, el segundo maestro. Un pasadizo angosto lleno de máscaras, y en las ventanas barcos en botellas, llegamos al dormitorio.
¿Por qué será que siempre pienso que los grandes hombres deben dormir en camas más grandes que las normales? Veo la cama, es… igual que cualquier cama, obvio, si el poeta no medía 2,5 mts de altura, era un hombre normal. Allí está la cama, en la que amó a su Matilde, «la chascona». Está en diagonal a las murallas, porque a él le gustaba despertar con el sol y acostarse con el sol. Tras la cama, una oveja que debe ser parecida a esa que vio en su niñez y se le quedó pegada en el alma, aunque confiesa que nunca encontró una igual.
Entonces, en una de las vueltas hablo con la guía, ¿se puede pedir autorización para tomar fotos? Pues sí, pero cuesta unos cuantos miles de pesos. y ¿qué puedo hacer yo, que escribo para una revista en la internet, por puro amor al arte? Mmm, mmmm, pues saca fotos, sin flash, y sin que te vean los otros guías, pues te quitan el rollo (así obtuve las que aquí aparecen).
Entonces camino feliz por entre tanta maravilla, espiando a la otra guía y disparando a sus espaldas. Se me enredan las vueltas de la casa, recuerdo que había unas salas grandes, una con una chimenea grandiosa, otras llenas de objetos colosales, mapamundis, grandes veleros; rincones donde la luz entra a borbotones por las ventanas. asientos traídos de África, tallados en una sola pieza de madera; lavatorios antiguos, un bidet estrafalario. Máscaras, mascarones de proa, botellas, botellones, cuadros, zapatos, zapatones. Un caballo salvado de un incendio, estampas eróticas de comienzos de siglo puestas en la puerta de un baño para varones, tanta cosa, que la casa barco se transformó en una especie de mercado persa.
En algún rincón escondido está su escritorio, hecho con un tablón de un barco (si mal no recuerdo); allí se sentaba a escribir en las mañanas, siempre en las mañanas, con tinta verde. Luego Matilde corregía y mecanografiaba todo.
Siempre pensé que el poeta debió tener plata a montones para comprar tanto objeto en sus viajes, encargar a sus amigos los mascarones; pero lo cierto es que en muchas épocas no tenía nada, y llegaban a salvarlo los derechos de uno de sus libros publicado en algún país extraño. Pero él mismo lo dice:
«Hermano, ésta es mi casa, entra en el mundo
de flor marina y piedra constelada
que levanté luchando en mi pobreza.»
Más allá están las caracolas -las más nuevas, pues las otras las donó a la Universidad de Chile- un cuerno de nerval, el unicornio marino. Esta sala está arreglada hace poco, aquí no hay mano del poeta excepto en los objetos.
Al salir de la casa, hay que ir a mirar el bar, por fuera, pues tanta visita pone en peligro las botellas y vasijas. El bar era el lugar donde Neruda agasajaba a sus amigos.
Luego la romería a la sepultura, donde duerme su sueño eterno, donde pidió ser enterrado:
«Compañeros, enterradme en Isla Negra,
frente al mar que conozco, a cada área rugosa
de piedras y de olas que mis ojos perdidos
no volverán a ver.»
A su lado está Matilde:
«Alguna vez, si ya no somos
si ya no vamos ni venimos
bajo siete capas de polvo
y los pies secos de la muerte
estaremos juntos, amor
extrañamente confundidos.»
Y la gente camina, toma fotos, llegan niños, vestidos de uniforme. ¿se imaginaría el poeta que los niños saltarían sobre su sepultura?
Me marcho; añorando sus libros y sus letras y con varias fotos como tesoro.
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