Publicado en marzo de 2007
Un día de marzo, en el extremo sur de Chile, mi pareja y yo nos topamos con la oferta de navegar un pedacito de Estrecho de Magallanes.
La atractiva oferta decía algo de ir en una lancha pequeña a ver colonias de pingüinos, lobos y leones marinos.
Y allá partimos.
Nos presentamos temprano en la agencia en Punta Arenas, con ropa adhoc para la ocasión –parka gruesa, pantalones impermeables, buenos bototos- y la cámara digital.
Media hora más tarde y por el camino al norte de la ciudad, llegamos a un pequeño embarcadero compuesto por unas pocas cuerdas y tablas. Allí entregaron ropa de agua a quienes no la llevaban, y quedamos a la espera del regreso de la lancha del primer tour de la mañana.
Las advertencias previas eran que si había viento se suspendía el viaje, pues navegar en esas aguas agitadas y furiosas es peligroso…. palabras que resonaron en mis oídos durante toda la noche previa de mal dormir, junto a mi compañero soñando con algo alegre -por la sonrisa que tenía-.
Y henos ahí en una orilla del fin del mundo, al lado de un canal estrecho donde chocan los dos océanos más grandes del globo, alegres de medir sus diferentes mareas comandadas por la luna. Hasta 8 metros de diferencia puede haber entre las dos mareas.
Y zas! De repente vemos la pequeñísima lancha de vuelta en el frágil embarcadero… varios turistas se bajan empapados y tras ellos llega el “captain, oh my captain” gritando alegre: ¡está la zorra de donde venimos!….
Pero los pesos pagados duelen en el bolsillo, y contra mis miedos y las risas de mi compañero, nos subimos a la lancha tipo zodiac, que dicen que está acondicionada para no darse vuelta en esta aguas inquietas y bravas… así sea….
Y ahí vamos, 14 turistas, apenas 3 chilenos… y un capitán y su asistente que comienzan a bromear –en castellano para no asustar a los gringos- que no tienen combustible para llegar a la isla Magdalena. Lo peor es que no es broma, pues vemos cruzar un lindo bidón de la popa a la proa de la lancha, con la cantidad justa de combustible para llegar a la isla, pero no para volver.
El viento empieza a acompañarnos, y ruge en las capuchas de las parkas, y no deja tomar muchas fotos, pues es mejor gastar la energía en no perder el equilibrio que en atrapar un instante fugaz.
Yo miro con preocupación la distancia al embarcadero y a la isla; tanta agua, tanta ola y mi no saber nadar son mala mezcla… aunque de nada sirve nadar en un agua que congela hasta los pensamientos en un par de minutos… pero por suerte me distrae un canadiense hablando del “culo-culo”, que había ido a ver al estadio. Entre risas los chilenos le corregimos la pronunciación.
Una brasileña casi le fractura el brazo a su novio de tanto sujetarse, mientras se maldice por haber aceptado subirse a la lancha.
Y al fin llegamos a la isla lleeeeeeena de pingüinos adultos y otros a mitad de su cambio de plumaje. Y cuando digo, lleeeeeena… es exactamente eso. Pues hay pingüinos por todas partes, en cuevas, en la tierra, en montículos, en la orilla, en las piedras… arriba en la zona alta de la isla, al lado del faro… adelante, atrás, arriba y abajo. Y unos cuantos cadáveres de gaviotas muertas a picotazos por la osadía de molestar el delicado proceso de la crianza de polluelos.
El viento aquí vuela las ideas y sus semillas; en el faro arriba cuesta mantenerse en pie –dijo mi compañero, pues yo no subí-.
Mientras la pequeña tropa de turistas visita y huele el nido masivo, el capitán y su asistente le piden al guarda faro un poco de combustible para poder volver al continente.
De aquí partimos a espiar la colonia de lobos y leones… que se huele a centenares de metros de distancia. La conversa gritona y alegre en spanglish arriba de la lancha y en medio de las olas que nos empapan se interrumpe al sentir en nuestras narices el aroma de la colonia de estos animales revoltosos y curiosos. Al quedarnos al garete, los lobos curiosos vienen en masa a mirarnos de cerca y a oler humanos.
Al regreso las olas se ponen más festivas y juegan a crecer cada vez más. Entre medio nos vienen a saludar unas hermosas toninas negras y blancas que saltan y pasan por debajo de la lancha, mojándonos con sus zambullidas.
El viento decide unirse a la fiesta, y el regreso se hace eterno, soportando las olas que caían una y otra vez sobre nosotros. El capitán, de pie en la popa de la lancha, pone cara de preocupación y se pone a cantar eso de la mar estaba serena, y le mer estebe serene… pero la mar no lo escucha, entretenida jugando con nosotros y el viento.
La lancha corcovea arriba de las olas de 2 metros, y nosotros recibimos en nuestros cuartos traseros el golpe del aterrizaje forzoso en las latas de los asientos de la embarcación. Y si no es el salto… es una ola enorme cayendo dentro de la lancha… y otra vez el salto…. y otra vez la ola… y el viento corriendo a 80 km/hr…
Con esta cantidad de agua no hay ropa impermeable que aguante, y las costuras de los pantalones ya no soportaron más… la ropa interior se empapa, y el frío empieza a recorrer nuestro cuerpo.
Por fin llegamos. Al pararnos, el agua corre por nuestras piernas, mojando bototos y calcetines… brrrrr… que frío!
El “captain, oh my captain” se despide alegre, recordándonos que somos turistas, y que si queríamos aventura… pues la tuvimos!