Publicado en febrero del 2007
Un mes de noviembre de un año cualquiera enfilé hacia el norte en uno de esos armatostes metálicos cuyas alas tiritan en el cielo, recordándonos la fragilidad del vuelo del hombre. El destino: San Pedro de Atacama.
El ave artificial hace escala en Antofagasta, con un previo vuelo semirasante por sobre la Portada, y luego rumbo a Calama.
Observar el desierto desde el aire va poniendo a tono con el paisaje que voy a ver más adelante. La Pachamama luce árida y sedienta, de colores cobrizos y herida por valles que de vez en cuando llevan agua en sus entrañas.
En Calama se toma el obligado transfer, y de ahí rumbo a San Pedro de Atacama, destino añorado años ha. Por fin conoceré el cúmulo de objetos arqueológicos que recolectó el padre Le Paige en sus correrías.
Unas pocas calles polvorientas, mucha oferta turística, el sol pegando fuerte, mucha artesanía y unos pocos árboles. Los 2.440 mts de altura sobre el mar hacen sufrir un poquito la cabeza y los pulmones, pero no evitan ir a deleitar el paladar con la exquisita quínoa.
Para variar, llegué a estas latitudes gracias a un seminario de mis amados textiles, lo que me impidió conocer varios puntos interesantes, pero al menos pude recorrer el museo en todo su esplendor y, por supuesto, visité los géiseres del Tatio, entre otras cosas.
La aventura empieza obligadamente a las 4:30 am, cuando los tours comienzan a recolectar a los soñolientos pasajeros por todo el pueblo. A esa hora hace muuuucho frío, y la caravana de vehículos comienza a reptar cordillera arriba. Dependiendo del bolsillo y del tamaño del grupo, la comodidad del transporte va variando desde jeeps con aire acondicionado, minibuses para 12 personas, y hasta buses para 20 personas. A mí me tocó subir en uno de éstos.
El frío era tal, que el vaho de los pasajeros comenzó a congelarse por dentro de las ventanas. Cuando ya empezaba a adivinarse al sol desperezándose tras Los Andes, el hielo en los vidrios hacía ver todo con extraños tornasoles matutinos.
Llegamos al Tatio a las 7:30 am, con un frío de perros (¿qué tendrán que ver los perros con el frío me pregunto?), las fumarolas ya comenzaban a estirarse para alcanzar a tocar con sus dedos los primeros rayos del sol.
El bus serpenteaba por entre medio de géisers pequeños – pero no menos presuntuosos e hirvientes que sus hermanos más grandes – hasta estacionarse ni tan cerca ni tan lejos de los otros titantos vehículos.
Todo el mundo abajo, a caminar, no sin antes escuchar las recomendaciones de no acercarse a demasiado a los géiser, no pararse en lo bordes, cuidado al pisar, mira que varios han muerto cocinados literalmente hablando. Agradezco el consejo previo de ir con mis bototos todo terreno.
Cámara en mano, empiezo a recorrer y admirar cómo se despierta orgullosa la Pachamama, cómo hierve de energía, para recordarnos que ella es más que nosotros, pobres humanos aferrados a sus faldas.
Oso acercar la mano a una posa pequeñita, con unos cuantos borbotones que salen furiosos: la verdad es que aún con todas las advertencias, no imaginaba que el agua era TAN caliente (cómo no, si tatio significa «horno»). De hecho desconocía la costumbre de muchos turistas de comer huevos duros cocinados en las posas. Mala cosa, pues nunca faltan los que dejan las cáscaras abandonadas por ahí.
Camino por aquí, camino por allá, disparo y disparo la cámara.
Cuando el sol ya se asoma por encima de la cordillera me dejo atrapar por la fumarola más grande, que se estira y estira, orgullosa ella de ser la más esplendorosa y voluptuosa… me apresto a fotografiar el sol a través de su velo. Es tan orgullosa ella que eligió un lugar donde se refleja entera en su propio espejo de agua, así duplica su belleza y apabulla a las otras.
Pero para no herir las susceptibilidades de las otras fumarolas, me voy en su busca, y las admiro y retrato.
Tomo foto tras foto, con suficiente calma para admirar tanta belleza con mis propios ojos y sentidos, además de intentar atrapar algo en los cristales de plata de la película.
Aquí también hay posas lo suficientemente grandes como para cocinar a 10 personas juntas. El suelo vibra (¿o ruge?) a su alrededor. Hay una donde los turistas ligeros de ropas se bañan, con o sin traje de baño, da lo mismo. Después hay que correr a abrigarse, pues el frío aún arrecia a los 4.400 mts de altura.
El guía cuenta historias de terror de turistas que cayeron en posas hirvientes y burbujeantes y que murieron… incluso cayo una guía, pero sobrevivió a la experiencia.
Por ahí hay ideas de hacer senderos señalizados para proteger a los descuidados; ¿le gustará a la Pachamama que la cerquen y la llenen de letreros?, ¿justo aquí donde está a sus anchas?
Nos vamos cuando las fumarolas y chorros de vapor se cansan y deciden guardar energías para el espectáculo de mañana, no sin antes ir a visitar a las esquivas vizcachas que andan por ahí.
De aquí nos espera un largo y empolvado viaje hacia Caspana, Chiu Chiu y Calama, por el desierto altiplánico… no esperaba que fuera tan seco, pienso, y recuerdo el altiplano de la I región…
NOTA: El Tatio es el nombre con el que los indígenas conocían al Volcán que hace surgir a los geysers, ubicados a 90 kilómetros de San Pedro de Atacama. El Tatio, que llevado a nuestra idea de lenguaje, sería algo así como “el tata”, el abuelo, ese gran edificio volcánico que cuidaba de los atacameños. Así lo cuentan algunas leyendas, perdidas en la memoria de los habitantes del altiplano de la Segunda Región. Otraversión dice que para los atacameños es «Tatío» («Abuelo que llora»).